Clientelismo: El pecado original y originador de los partidos póliticos en Colombia*
Patronage: Origins and original sin of the political parties in Colombia
Clientelismo eleitoral: O pecado original e originador dos partidos políticos na Colombia
FERNANDO AUGUSTO MEDINA GUTIÉRREZ**
* El presente artículo es el resultado de los avances que ha tenido el proyecto de investigación sobre responsabilidad social de los partidos políticos en Colombia. Dicha investigación busca responder una serie de interrogantes de palpitante actualidad: en primer lugar, se plantea hasta qué punto este campo en permanente desarrollo -teórico y práctico- de la responsabilidad social tiene algo que aportar al debate sobre la democracia en Colombia hoy. En segundo término, busca responder a esa pregunta que nos formulamos a diario, tanto en el ámbito académico como en el debate común, sobre el porqué del desprestigio de nuestros partidos políticos, de la clase política y del quehacer político en general.
** Abogado de la Universidad Nacional de Colombia; Máster en Desarrollo y Doctor en Ciencia Política de la Universidad de York, Inglaterra; Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. famg123@gmail.com
Recibido par académico: 4-08-2011 / Aceptado: 18-08-2011
El presente trabajo adopta una perspectiva estructural para abordar el estudio del origen y las características principales de los partidos políticos en Colombia, en particular de los partidos tradicionales: Liberal y Conservador. Esta mirada alternativa y crítica pone el acento en las relaciones de dependencia económica, social, cultural y política a que dieron lugar las formas pre-políticas de organización social durante la colonia, esto es, la Encomienda, el Resguardo, el Concierto Agrario y la Hacienda. De esta manera se trazan no solo los orígenes de los partidos históricos, sino que se avanza en la comprensión de su carácter elitista, excluyente, regionalista, poli-clasista e ideológicamente débil, al igual que de las prácticas clientelistas que ellos promueven.
PALABRAS CLAVE
Partidos políticos, formas prepolíticas, clientelismo, elitismo, fanatismo, poli-clasismo y captura de rentas.
ABSTRACT
The present article adopts a structural perspective in the study of the origins and main characteristics of the principle political parties in Colombia: The Liberal Party and the Conservative Party. From this alternative and critical perspective, the emphasis is placed in the economic, social, cultural and political dependency derived from the pre-political forms of social organization during the Colonial times, i.e., the Encomienda, Resguardo, Concierto Agrario and the Hacienda. In this way, it is possible not only to trace the origins of the historical parties, but also to understand its elitist, exclusive, regionalist, multi-class and ideological weak nature, as well as to comprehend the clientelist practices they promote.
KEY WORDS
Political parties, pre-political forms, clientelism, elitism, fanaticism, multi-class parties and rent seeking.
SUMÁRIO
Este trabalho tem uma perspectiva estrutural para o estudo da origem e as características principais dos partidos políticos na Colômbia, de maneira particular os partidos tradicionais: Liberal e Conservador. Esta visão, alternativa e crítica, enfatiza nas relações da dependência econômica, social, cultural e política resultantes das formas pré-políticas da organização social na época colonial, ou seja, a Encomenda, o Resguardo, o Concerto Agrário e a Fazenda. Com isto traçam-se as origens dos partidos políticos históricos e também se avança na compreensão do seu caráter elitista, excludente, regionalista, poli-classista e ideologicamente fraco, ao igual que das praxes tais como o clientelismo eleitoral que eles promovem.
PALAVRAS-CHAVE
Partidos Políticos, formas pré-políticas, clientelismo, elitismo, fanatismo, policlassismo e captura de rendas.
INTRODUCCIÓN
El presente artículo es el resultado de los avances que ha tenido el proyecto de investigación sobre responsabilidad social de los partidos políticos en Colombia. Dicha investigación busca responder una serie de interrogantes de palpitante actualidad: En primer lugar, se plantea hasta qué punto este campo en permanente desarrollo -teórico y práctico- de la responsabilidad social tiene algo que aportar al debate sobre la democracia en Colombia hoy. En segundo término, el mismo busca responder a esa pregunta que nos formulamos a diario, tanto en el ámbito académico como en el debate común, sobre el porqué del desprestigio de nuestros partidos políticos, de la clase política y del quehacer político en general.
Aunque la captura de rentas no es una característica exclusiva de Colombia, no cabe duda que la situación se torna cada día más relevante en la medida que de ella nacen la apatía de grandes sectores sociales en relación con la actividad política, los altos niveles de abstención en los procesos electorales y, cabe asumir, la gran dificultad que hemos tenido para encausar por la vía pacífica la solución a los múltiples conflictos económicos, sociales, étnicos, culturales, medioambientales, etc., propios de una nación en pleno proceso de desarrollo.
Aunque el trabajo aquí presentado toca aspectos relativos a los dos interrogantes planteados, se concentra más en el segundo de ellos. En términos cronológicos, se concentra en analizar el surgimiento de los partidos políticos y la evolución que los mismos tuvieron hasta los albores del siglo XX. La investigación se aborda desde un marco teórico que hace posible, a partir de la inclusión de elementos de análisis de tipo estructural, plantear una mirada diferente al análisis clásico (Ostrogorski, Michels y Duverger) de los partidos políticos y abordar desde esta perspectiva alternativa y crítica el papel que juegan las formas de adscripción y movilización clientelista en la lógica de organización y funcionamiento de los partidos, en particular de los denominados partidos tradicionales.
El marco teórico adoptado, y las conclusiones alcanzadas a la fecha, harán posible abordar en una etapa subsiguiente el desarrollo que han tenido los partidos políticos en Colombia hasta nuestros días, al igual que estudiar las prácticas generalizadas de captura de rentas, de intercambio de favores, de lobby y otras estrategias utilizadas por dichos partidos en su afán de lograr beneficios que les permitan perpetuar sus bases clientelares y continuar vigentes en el juego político.
El presente artículo se encuentra organizado en tres partes: en la primera de ellas se aborda un análisis del tipo cronológico para avanzar en la comprensión del origen de los partidos políticos tradicionales, tanto el Liberal como el Conservador. Las características observadas en las organizaciones prepolíticas (Guillén, 2008), en particular la encomienda y la hacienda, sirven para entender el carácter elitista, excluyente, regionalista, poli-clasista e ideológicamente débil de dichos partidos.
El segundo apartado se concentra en una etapa muy rica de nuestra historia como nación, la segunda mitad del siglo XIX, en donde se acentúan algunos de los rasgos ya reseñados y se fortalecen otros, tales como el carácter divisivo, fanático y proclive a la violencia de nuestros partidos históricos. En medio de una profunda crisis económica, originada en la caída de los precios del café, estas características desembocaron en la más larga guerra civil de nuestra historia: la guerra de los Mil Días.
El tercer apartado recoge algunas de las conclusiones tentativas de la investigación en curso y plantea futuros desarrollos.
I. PARA COMPRENDER LOS PARTIDOS POLÍTICOS EN COLOMBIA
A lo largo de la historia republicana de Colombia los partidos políticos, en su condición de actores sociales institucionalizados, se han constituido en pieza fundamental de la democracia representativa, como quiera que a ellos corresponde hacer posible la articulación de distintos sectores sociales movilizados alrededor de intereses comunes, al igual que el encausamiento de tales intereses a través de los mecanismos institucionales de operación del Estado. En este sentido, los partidos han sido claves en la configuración de la estructura política colombiana y han sido los responsables de dos características del proceso político que coexisten de manera compleja: la estabilidad democrática y los hechos de violencia política.
Si tuviéramos que hacer una caracterización de nuestro sistema político podríamos señalar que el mismo ha estado marcado por el fuerte predominio que desde el siglo XIX han tenido los partidos históricos: el Liberal y el Conservador. Este bipartidismo se extendió a lo largo del siglo XX y se ha traducido en que, salvo breves interrupciones en el orden constitucional, liberales y conservadores acapararon el ejercicio del poder, relevándose en el control del Estado en un contexto caracterizado por guerras civiles, hegemonías de partido y alianzas “consocionales” que permitieron estabilizar el sistema en momentos críticos.
Este modelo político sufrió una importante transformación a partir de la promulgación de la Constitución Política de 1991, la cual posibilitó la modificación del sistema de partidos y por ende la creación y paulatina consolidación de nuevas fuerzas políticas, algunas de ellas producto de disidencias en los partidos tradicionales y otras catalogadas como independientes. Sin embargo, y ante el hecho innegable que los partidos tradicionales han reafirmado su vigencia en el escenario político contemporáneo, resulta difícil de comprender que lo hayan logrado sin contar con una base doctrinaria y/o programática consistente que les imprima identidad, careciendo de una estructura organizativa permanente y estando dominados por prácticas de carácter clientelista.
Para explicar el anterior fenómeno, el presente trabajo examina, desde una perspectiva histórica, las razones que han determinado el comportamiento sui géneris de los partidos políticos en Colombia.
II. EL PESO DEL PASADO, LAS FORMAS PREPOLÍTICAS DE ORGANIZACIÓN SOCIAL
Si fuera necesario establecer la característica común más importante de los países que conforman la América Latina, esta sería el impacto que en su economía, organización social, cultura y sistema político tuvo el proceso de inserción temprana, como exportador de materias primas, en el sistema de división internacional del trabajo. Esto en sí mismo fue el resultado de la necesidad de los españoles y portugueses de crear una base económica para apoyar la conquista de las tierras recién descubiertas. Las instituciones introducidas para tal fin constituyen el origen de las estructuras sociales existentes en la región hoy en día.
En el caso de Colombia, y en común con el resto de la América española, las instituciones coloniales son el reflejo de la naturaleza económica y estratégica de la empresa de conquista que exigía un grado de control sobre los territorios y las poblaciones reclamadas por la metrópoli, compatible con los muy limitados recursos que se desplegaron para tan ambicioso esfuerzo (Cammack et al., 1998, p. 15).
Colombia inició su proceso de inserción en la economía mundial con la ocupación española de su territorio, que tuvo lugar en la década de 1530. La acción de los conquistadores se llevó a cabo en el marco de las capitulaciones, las concesiones hechas por el Estado que cedió algunas de sus prerrogativas a cambio del cumplimiento de ciertas obligaciones por parte del encomendero, entre las cuales el adoctrinamiento cristiano de la población indígena tuvo un papel central. La recompensa más importante establecida para promover la conquista fue la encomienda, “el medio por el cual los soberanos españoles recompensaban a los conquistadores y a otros leales súbditos, delegándoles la esencia del poder señorial, con derecho a imponer trabajo obligatorio (servicios personales) y tributos sobre la población indígena que se les encomendaba” (Pearse, 1970, p.16). Muchos de los conflictos sociales en relación con el uso de las tierras que aún subsisten se originaron en esta fase de nuestra historia.
A lo largo de la época colonial, la pródiga concesión de grandes y mal acotadas extensiones de tierra, la falta de previsión de catastros sistemáticos, el descuido en el registro de títulos y la legalización de reclamaciones ilegales establecieron el patrón que aún aqueja la nación. De hecho, menos de un siglo después de la conquista, la relación del hombre con la tierra en lo que hoy es Colombia ya estaba en condiciones caóticas. En esta primera parte del período colonial, la única manera legal de enajenar las tierras públicas fue a través de donaciones o regalos del Rey [...] Pero los colonos no estaban contentos con estos regalos, a pesar de la liberalidad con que a algunos de los conquistadores se les daba una gran concesión tras otra; ellos parecen haber recurrido a todo tipo de recursos para ampliar las áreas a las que tenían derecho (Smith, 1968).
El funcionamiento adecuado de una organización social basada en la encomienda exigía la existencia de una población relativamente densa, con un cierto nivel de desarrollo material y alguna medida de estratificación social. En el caso de Colombia, las áreas de mayor densidad de población también fueron localizadas en los Andes, especialmente en la cordillera oriental.
La existencia de una clase dominante local, tradicionalmente con derecho a los excedentes de producción [...] facilitó el establecimiento del sistema de encomiendas. De hecho, los encomenderos, asignados a las comunidades nativas, lograron persuadir a los jefes de aumentar el superávit tradicional y entregar la mayor parte a los nuevos amos. En las regiones donde los indios tenían un nivel muy bajo de desarrollo material, la posibilidad de expropiar sus excedentes de producción a través de los líderes tradicionales se descartó. En estos casos [...] el encomendero recurrió a formas más directas de esclavitud, lo que obligó a los hombres a realizar trabajos intensivos en condiciones muy distintas de aquellas a las que estaban acostumbrados (Furtado, 1970, p. 10).
Durante el primer siglo de la colonización, era poco lo que podría producirse en las Américas que pudiera comercializarse en Europa, además de oro y plata. En Colombia, las obras deslumbrantes de los Quimbayas, Muiscas, Tayronas y otras tribus orfebres fueron convertidas en barras de oro y embarcadas a España. Esto no solo constituyó una forma de drenaje de recursos que no se utilizaron para la promoción del desarrollo económico local mediante la inversión, sino además a la destrucción de un elemento fundamental del patrimonio cultural y fuente de orgullo e identidad de las comunidades prehispánicas.
En cualquier caso, poco después que comenzó la conquista, las comunidades indígenas fueron sustraídas de sus actividades ordinarias, como agricultores y artesanos, ya que se vieron obligados a extraer oro. Pero para la Nueva Granada –hoy en día Colombia– convertirse en el centro más importante de la producción de oro en la América española implicó un alto precio, pagado con la declinación de la población nativa.
La destrucción rápida de los indígenas, y la amenaza que eso representaba para la supervivencia de la encomienda, son el fundamento material que explica la introducción, en la última década del siglo XVI, de medidas de protección para limitar el grado de explotación al que aquellos fueron sometidos. Estas medidas, además de la importación de esclavos africanos, incluyeron la creación de los resguardos de indios, tierras que quedaron bajo el control directo de la Corona y se reservaron para la subsistencia de las comunidades indígenas.
Así, tuvo lugar el surgimiento de una sociedad colonial compuesta por una pequeña minoría de españoles, las masas indígenas que habían sobrevivido al holocausto colonial, y los esclavos que ocupaban el escalón más bajo de la estructura social.
Durante la segunda parte del siglo XVIII, el imperio español en cabeza de los Borbones adoptó una serie de medidas con el objetivo de mejorar la administración y la rentabilidad de sus posesiones coloniales. Estas medidas tuvieron un gran impacto en la vida de la población del Virreinato de Nueva Granada que, creado en 1739, se extendía sobre los territorios de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá.
En primer lugar, un nuevo patrón de ocupación del territorio fue promovido, basado en la pequeña propiedad y una nueva clase media emprendedora de familias de campesinos-artesanos recién llegados de la metrópoli. Esto tuvo lugar principalmente en las zonas del noreste de Colombia en lo que hoy son los departamentos de Santander y Norte de Santander.
En segundo lugar, nuevas políticas fiscales y administrativas fueron introducidas, y se hizo riguroso el cumplimiento de las que ya existían. La más importante de aquellas fue la introducción del monopolio de la compra, transformación y venta de tabaco. “Un poco menos del 20 por ciento de los ingresos totales en el virreinato fueron producidos por el impuesto al tabaco en las últimas décadas del dominio español. Era la fuente de ingresos más importante en el virreinato. El impuesto gravaba en forma de un señoreaje representado en la diferencia entre el precio de venta del producto terminado surgido de las fábricas de tabaco propiedad del Estado y el precio de compra de materias primas adquirida a precios fijados por el Estado …” (McGreevey, 1971, p. 25).
De hecho, el impacto económico que la nueva política fiscal tuvo en los inmigrantes recién llegados a la zona de Santander explica el origen de uno de los levantamientos populares más importantes en la historia del imperio español: la Revuelta de los Comuneros, que estalló en El Socorro en 1781 y sacudió seriamente las estructuras de dominación colonial. Con respecto a las cuestiones agrarias, las políticas coloniales reflejaban el hecho de que, incluso a mediados del siglo XX, solo cerca del 2% de la tierra cultivable estaba bajo explotación. En ese contexto, todos los esfuerzos fueron dirigidos a cortar el acceso de los indígenas a la tierra, la única forma de garantizar una oferta adecuada de mano de obra.
Los esclavos africanos fueron dedicados principalmente a las actividades mineras y el trabajo en los enclaves de plantaciones y, en consecuencia, el problema de descenso de la población seguía sin resolverse. En este contexto, paralelamente a la introducción de los resguardos, fue instituida una nueva forma de trabajo forzoso indígena en la explotación de la tierra de los colonos blancos: el concierto agrario.
El concierto difería de la esclavitud abierta de los pueblos indígenas, que para el siglo XVIII había sido prohibida, porque era una forma de trabajo asalariado sin ningún derecho de disposición sobre la vida del trabajador. Además, “la remuneración de los concertados era relativamente alta, si se tiene en cuenta los pagos en especie” (Ospina Vásquez, 1955, p. 14), y el nivel de consumo de los trabajadores fue mucho mayor que la existente a mediados de la década de 1950, e incluso más tarde, por los campesinos de las tierras altas del oriente del país, (McGreevey, 1971, p. 53).
A través de un largo proceso, el concierto y la disminución de la población socavaron la base de la economía del resguardo. Muchos indígenas se alejaron del resguardo y adquirieron residencia permanente en las haciendas. Los resguardos de tierras que permanecían insuficientemente explotados se alquilaron por primera vez a los hacendados o fueron destinados para una nueva clase de granjeros, inmigrantes sin tierra. A pesar de que la política oficial alentó la segregación racial, a finales del siglo XVIII el proceso de mestizaje estaba bien consolidado.
Todos estos hechos constituyen los antecedentes históricos de las políticas de tierras, aprobada por los Borbones, en un intento desesperado por revivir la economía en declive de sus colonias americanas. A partir del año 1754, tuvo lugar un proceso constante de eliminación de los resguardos.
En los últimos días de la colonia nos encontramos con los resguardos indígenas […] muy debilitados por su lucha centenaria, con distintos grados de éxito, contra el blanco, español y criollo colonizador. Muchos indígenas, los no sometidos tanto como aquellos que pertenecían a las reducciones, abandonaron sus resguardos y pueblos para vagar por la región viviendo como jornaleros, miserablemente explotados ... Ellos no tenían refugio en la propiedad, la tierra o la vivienda. Se trata de un verdadero proletariado rural [...] El propio resguardo comienza de manera gradual a decaer. Tradicionales lazos comunales se debilitan (Friede, 1944, p. 97).
La eliminación de los resguardos, al menos en teoría, estaba destinada a ser la base para la creación de una nueva “clase media” de pequeños propietarios que podrían promover el progreso económico y el avance tecnológico. De hecho, solo sirvió para consolidar la tendencia hacia una mayor concentración en la propiedad de la tierra
En 1819, el movimiento hacia una mayor autonomía, que había surgido con el levantamiento comunero en 1871 y había cobrado impulso el Cabildo Abierto de 1810, asumió el gobierno provincial a través de una Junta de Notables que actuaba en nombre del depuesto rey Fernando VII, alcanzó su punto culminante con la ruptura de los vínculos políticos con la metrópoli.
Las guerras de la independencia sirvieron para fortalecer a las élites sociales y económicas, dándoles el poder político. Pero la necesidad de continuar la lucha contra la reconquista española y la decadencia progresiva de los polos de crecimiento que se habían desarrollado sobre la base de las economías mineras, restringieron seriamente la capacidad de la nueva clase dominante para alterar las instituciones heredadas de la colonia.
A finales del siglo XVIII la producción de metales preciosos había casi terminado. Como consecuencia, el sistema económico que se había desarrollado alrededor de las áreas de minería sufrió un grave deterioro y surgió una progresiva descentralización de las actividades económicas y sociales.
En este contexto, la propiedad de la tierra se convirtió en la institución básica de la organización social, porque el control de la tierra hizo posible extraer excedentes de la población indígena. El hecho de que este excedente se fuera a utilizar principalmente en la economía local reforzó la tendencia hacia la formación de comunidades aisladas.
Estos vastos dominios rurales, basados esencialmente en una economía de subsistencia y casi totalmente aislados de la autoridad del Estado, iban a convertirse en uno de los rasgos más característicos de la sociedad latinoamericana. La propiedad de la tierra se convirtió en la base de un sistema de dominación social de la masa del pueblo por una pequeña minoría, étnica y culturalmente diferenciada. Los contactos económicos externos eran limitados, y los contactos sociales con el mundo exterior se limitaron a la clase dominante. (Furtado, 1971, p. 15).
Con el triunfo de las fuerzas de la independencia, las tierras de la Corona o Baldías (tierras que nunca habían sido transferidas al dominio público) y también las tierras de los leales españoles que escaparon a la Península, llegaron a manos del gobierno republicano. Ninguna de las anteriores había tenido gran importancia económica durante la primera mitad del siglo XIX. De ahí que fueran las tierras de los indígenas, la mayoría de las cuales estaban situadas cerca de las ciudades, las que tenían el mayor valor económico y las que atrajeron la atención de aquellos que habían tomado el poder político. El gobierno revolucionario, en nombre de los criollos, se embarcó en un ataque directo al sistema tradicional de tenencia de la tierra. La ideología liberal de los derechos individuales dio justificación teórica para el proceso de división de los resguardos subsistentes. Las tierras comunales indígenas comenzaron a ser tratadas como propiedad privada individual, con algunas restricciones en cuanto al derecho de alienación que se mantuvieron hasta la década de 1850.
Pero más allá de las políticas agrarias que continuaron con el desmantelamiento progresivo de las instituciones que habían prestado algún tipo de protección jurídica a las comunidades indígenas, los gobiernos republicanos no introdujeron grandes cambios en las políticas introducidas por los Borbones en materia de impuestos, comercio, obras públicas y promoción de la industria y la agricultura (McGreevey, 1971, p. 23).
B. LA REFORMA LIBERAL DE MITAD DE SIGLO
Las guerras revolucionarias habían agotado completamente los recursos públicos y dañado gravemente la economía nacional, lo que explica la continuidad entre las primeras políticas republicanas y las adoptadas durante el último período de colonialismo. Pero sería erróneo pensar que la ruptura del pacto colonial no tuvo un impacto en la situación de los países recientemente independizados.
En primer lugar, la independencia abrió los caminos hacia el poder político a las oligarquías locales que hasta ese momento habían sido excluidas del mismo. De hecho, la insatisfacción de estas élites con las medidas de mayor control impuestas por los Borbones sobre las colonias, y su exclusión de altos cargos en la administración, el ejército y la Iglesia, fue una de las fuerzas más poderosas que impulsaron la emancipación. Una vez en el poder, estas élites intentaron desarrollar nuevas formas de inserción en la economía capitalista mundial en la que América Latina ocupaba, como lo sigue haciendo, una posición periférica.
Sin duda, la expansión capitalista y el imperialismo son dos fuerzas correlativas y poderosas que crearon un gran impacto en todas las áreas del mundo. Pero este “sistema de dominación [debe adoptar la forma de una fuerza interna], a través de las prácticas sociales de los grupos locales y de clases que tratan de hacer prevalecer los intereses extranjeros, no precisamente por ser extranjeros, sino también porque pueden coincidir con los valores y los intereses que estos grupos reclaman como propios”, (Cardoso y Faletto, 1971: XVI).
Pero, como hemos señalado anteriormente, las estructuras económicas no pueden entenderse fuera de los sistemas de dominación que garantizan su reproducción. Esas estructuras económicas representan los intereses de una clase particular o de la alianza de clase en detrimento de otras clases o sectores. Por lo tanto, son objeto de permanentes luchas. De hecho, a principios del período de la independencia, América Latina estuvo marcada por los conflictos permanentes que reflejaron la dificultad de establecer una clara hegemonía política.
En Colombia, las guerras civiles entre los partidarios de un Estado centralizado política y administrativamente, los centralistas, y los federalistas, que apoyaron un mayor nivel de autonomía política para las provincias, dispersaron las energías sociales de las actividades productivas y contribuyeron al bajo ritmo de desarrollo económico y social. Esta confrontación en torno a la estructuración del nuevo Estado fue el reflejo de que “ninguna de las regiones había logrado una base económica suficientemente sólida como para convertirse en dominante, [con el dramático resultado de que las guerras civiles] diezmaron a la población” (Furtado, 1970, p. 22).
En las circunstancias existentes durante la primera parte del siglo XIX, no había lugar para la introducción de cambios sustanciales en la estructura social o económica del país. No fue sino hasta después de 1851 que las condiciones económicas propiciaron la transformación radical del modelo precapitalista de producción a través de las reformas liberales introducidas durante la denominada “Revolución del Medio Siglo”.
Tales reformas abarcaron la abolición del monopolio del comercio de importación-exportación, que se había constituido en la principal fuente de ingresos para el imperio español; la destrucción de la propiedad de la Iglesia católica con la separación correlativa entre esta y el Estado; la abolición de la esclavitud, y el desmantelamiento de la propiedad comunal de los pueblos indígenas y su concentración en unas pocas manos privadas. Claro está, el proceso de introducción de las reformas liberales tenía por fuerza que ser muy conflictivo, según se ha señalado y se analiza posteriormente.
C. CONSOLIDACIÓN DE LA ECONOMÍA “HACIA AFUERA” Y DEL PACTO DE LA OLIGARQUÍA
Hasta mediados del siglo XIX, la clase dirigente colombiana no había sido capaz de desarrollar un importante cultivo de exportación. Esto se debía básicamente al hecho que la agricultura predominante en las tierras altas, casi las únicas áreas pobladas del país, rendía los mismos productos que los países europeos, y los altos costos de transporte, junto con la baja productividad, los mantuvo fuera del mercado. Por lo tanto, no fue hasta que comenzaron a ser pobladas las tierras bajas a lo largo del valle del río Magdalena y se introdujo un nuevo producto tropical –el tabaco– que Colombia pudo insertarse en el mercado mundial.
En 1847, el auge del tabaco estimuló el crecimiento de otros sectores económicos.
El crecimiento demográfico y el aumento de la producción agraria presionaron el incremento en el precio de la tierra, especialmente en las zonas bajas. En la zona ribereña del curso medio del río Magdalena, los precios del suelo se multiplicaron por diez durante el pico del auge del tabaco entre 1850 y 1865 (McGreevey, 1971, p. 120).
Bajo la presión para expandir las actividades agrícolas con el fin de participar en los beneficios del crecimiento externo, se suprimieron las tierras de resguardo a través de un decreto fechado el 22 de junio 1850.
Las tierras de la Iglesia sucumbieron también frente a esta fuerza implacable. En 1861, bajo el gobierno de Mosquera, se vendieron en subastas públicas y fueron pagadas con bonos de la deuda pública. Teniendo en cuenta el hecho de que estos bonos fueron vendidos con un descuento alto, el precio real pagado por las tierras desamortizadas representaba alrededor del diez por ciento de su valor real. “Los comerciantes liberales participaron con entusiasmo en la subasta de tierras de la Iglesia, y, además, compraron tierras en los valles del altiplano y la tierra caliente” (Palacios, 1980, p. 29). La crisis fiscal que debía ser resuelta por este medio iba a permanecer en espera hasta bien entrado el siglo XX.
Durante el período entre 1850 y 1870, “Tres categorías de propietarios perdieron la posesión de la tierra [...] las comunidades indígenas, la Iglesia y el gobierno nacional [...] grandes extensiones de tierra vieron la desaparición gradual del resguardo a través del repartimiento, la adquisición de tierras de la Iglesia por los liberales en el poder y la expansión de las áreas cultivadas. Las áreas de tierras bajas vieron la ocupación gradual de las tierras del gobierno con la ganadería introducida en esas zonas [...] Casi en todas partes el volumen de negocios en propiedad de la tierra favoreció su concentración en menos manos” (McGreevey, 1971, p. 132).
Aunque para fines de análisis se destaca la situación de conflicto de intereses que existía entre la élite terrateniente y la burguesía comerciante, y la forma en que estos conflictos se expresaron a través de los partidos políticos, el proceso de estructuración de los nuevos estados implicó que los terratenientes tuvieran que unir sus fuerzas con cualquiera que fuera la fracción de la burguesía que hubiera sucedido en el poder, porque era esta fracción la que se mantenía en contacto con el mundo exterior y era la única capaz de ampliar las oportunidades en el mercado externo.
Los grupos de exportadores, dueños de plantaciones y propietarios de minas, comerciantes y banqueros, jugaron un papel vital de intermediarios entre las economías europeas y estadounidense y los “tradicionales” sectores agrícolas. Las instituciones políticas nacionales tenían que servir no solo a los intereses de la “modernización” de los grupos creados por el modelo de exportación en sí, sino también a los intereses de las oligarquías regionales, que generalmente se opusieron a cualquier esfuerzo por convertir el paternalismo dominante en una burocracia más eficiente. [Estas] contradicciones políticas entre los sectores dominantes continuaron en el siglo XX...” (Cardoso y Faletto, 1979, p. 68).
A mediados del siglo XIX, las alineaciones de las diferentes facciones de la élite en torno a la política de tierras y las políticas comerciales, así como en relación con el nivel de centralización del poder político y las relaciones entre la Iglesia y el Estado, dieron origen a los partidos Conservador y Liberal.
El surgimiento y la consolidación gradual de los dos partidos políticos que hasta el presente han monopolizado el control del poder político nacional se puede remontar a las alineaciones que surgieron durante este período. 1848 fue el año en que, de acuerdo al consenso historiográfico, los partidos Liberal y Conservador surgieron como órganos claramente distinguibles (Kline, 1980).
En 1849, cuando los liberales llegaron al poder bajo el liderazgo de José Hilario López, había cuatro temas principales en torno a los cuales las élites se organizaron: política comercial, especialmente el nivel de los aranceles de importación para las manufacturas; el uso de tierras públicas; la cuestión de centralismo contra el federalismo, y el papel de la Iglesia en la vida de la nación.
Los Liberales consideraron estar a la vanguardia del cumplimiento de los ideales republicanos de la Revolución Francesa (igualdad, libertad y fraternidad) así como ser quienes, mediante la movilización paternalista de las clases subalternas, buscaron desterrar todo vestigio de la época colonial.
El programa del Partido Liberal, escrito por Ezequiel Rojas y desarrollado por José Hilario López durante su mandato (1849-1853), es un llamado “para la protección de las libertades individuales, el imperio de la ley, la justicia imparcial, una estricta economía, y el nombramiento de los empleados públicos por su capacidad y no su afiliación política. [También señala] que la religión no debía ser utilizada como un instrumento de gobierno” (Safford y Palacios, 2002, p. 199).
Por su parte, en 1849, José Eusebio Caro y Mariano Ospina Rodríguez, los padres ideológicos del conservatismo colombiano, habían aclarado el asunto: “El Partido Conservador es el que reconoce y defiende el siguiente programa: el orden constitucional contra la dictadura; la legalidad frente al capricho; la moral cristiana y sus doctrinas civilizadoras contra la inmoralidad y la corrupción de las doctrinas materialistas y ateas [...] el derecho a la propiedad privada contra el robo y la usurpación de la propiedad ejercida por los comunistas, socialistas [...] o cualquier otra persona, la seguridad contra la ilegalidad, en cualquier forma y, en definitiva, la civilización contra la barbarie” (Molina, 1940, p. 21).
Pero en contraste con todo el reconocimiento “de boca” que los líderes de los partidos tradicionales hacían de la civilización, el estado de derecho y la regla democrática, la confrontación política seguía siendo amarga, y el fraude jugaba un papel tan importante como la violencia para el avance de los intereses partidarios.
En este sentido, el celo con el cual ambos partidos trataron de defender, por todos los medios a su alcance, el control del aparato del Estado no era solo el reflejo del sistema de botín imperante. También fue la expresión de un choque fundamental y fundamentalista de mentalidades entre las dos organizaciones políticas históricas.
Un aspecto que diferencia el sistema político colombiano de la mayoría de los otros países de América Latina ha sido la influencia que mantienen aún los partidos Liberal y Conservador, originados en el siglo XIX. Esto a pesar de que sus bases doctrinarias de origen se han ido transformando en diferentes momentos del proceso político, debido a situaciones coyunturales de orden interno o internacional; acorde con estrategias adoptadas cuando se encuentran en el poder o en la oposición, o simplemente para obtener mayor apoyo electoral. Lo anterior ha conducido de manera indefectible a la pérdida de fronteras ideológicas y programáticas entre los partidos, e incluso en determinados momentos ha conducido a verdaderas “crisis de representación”. Este debilitamiento es resultado del sacrificio de la ideología por los intereses de carácter burocrático, al igual que al componente clientelista característico de los partidos políticos y cuyo análisis se aborda en el punto siguiente.
II. ¿BIPARTIDISMO, O TRIBALISMO POLÍTICO?
A. CLIENTELISMO
En medio de las comunidades aisladas que se desarrollaron como resultado de la inaccesible geografía, y de la fragmentación económica y social que prevaleció en Colombia, una clase superior de terratenientes, comerciantes, banqueros y funcionarios estatales y eclesiásticos, claramente diferenciada de las clases subalternas en términos étnicos y culturales, monopolizó el acceso a recursos valiosos. Entre estos, y por razones históricas, la tierra ha sido siempre de vital importancia. Por lo tanto, uno de los pilares de la naturaleza bipartidista del sistema político colombiano ha sido el clientelismo agrario (patronazgo).
En Colombia, el modelo clientelista original se basaba en el intercambio desigual entre los terratenientes y los campesinos subordinados. El acceso a la tierra se definió como un favor a los arrendatarios y aparceros, que había de corresponder al trabajar para los hacendados, el pago del alquiler, y mostrando su lealtad política durante las elecciones y las guerras civiles. Aunque los propios terratenientes eran por lo general los gamonales o jefes políticos, en muchos casos, la movilización dio lugar al surgimiento de “lugartenientes” especializados que aparecieron como líderes oficiales de partido (Zamosc, 1986, p. 218).
Con respecto a esa misma característica de la organización política de Colombia, Dix (1967, p. 204) señala lo siguiente:
El corazón de la vida del partido colombiano ha sido tradicionalmente la relación patrón-cliente que ha sido típicamente encarnada entre el hacendado y el campesino. Al servicio del hacendado, y actuando como un activista y manipulador de los votos rurales, ha estado el gamonal, por lo general un funcionario del gobierno, un capataz, un comerciante local o el propietario. Teniendo en cuenta este sistema, enraizado en la estructura del poder social, la necesidad de cualquier organización formal del partido era por un tiempo mínimo [...] El día de las elecciones la función de los miembros oficiales del partido es guiar a los electores a las urnas, entregarles la papeleta del partido, y asegurar que los votantes efectivamente emitan sus votos para la lista adecuada [...] la lealtad política no se logra sobre la base de intereses percibidos de los grupos económicos o clases, sino por motivos personales, familiares, regionales, o sentimiento de apego.
Lo que quiero destacar aquí es que en Colombia, por razones históricas ya reseñadas, la propiedad de la tierra tradicionalmente ha proporcionado poder económico, prestigio social, y los medios para dominar a aquellos cuya subsistencia depende del acceso a la tierra que los propietarios pueden conceder o negar. En el contexto de este patrón de dominación social, “el poder tiende a ser acumulativo. Los que están en posesión de un tipo de recurso de poder, como los grandes latifundios, es probable que tengan o adquieran otras, como la educación superior. De la misma manera, los excluidos de una forma de poder no son muy propensos a tener acceso a otro” (Dix, 1967, p. 43).
El clientelismo, fusionado con el celo de los dos partidos tradicionales, Liberal y Conservador, deseosos de ejercer un control sobre el aparato del Estado, nos ayuda a comprender la naturaleza violenta de la rivalidad política.
En la sociedad colombiana cerrada y estratificada del siglo pasado, los recursos económicos han sido monopolizados por una pequeña clase alta interesada en preservar sus posiciones y generalmente incapaces o reacias a generar nueva riqueza. La falta de nuevas oportunidades económicas en una sociedad doméstica estancada ha hecho de la política un camino extraordinariamente importante para la movilidad social. La política y el gobierno proporcionaron un empleo adecuado [...] y ofrecieron la oportunidad de viajar y la oportunidad de enriquecimiento a través de favores y contratos. El control del gobierno era un premio codiciado por los nuevos, enérgicos, hombres ambiciosos que buscaban mejorar su posición social. Grupos de hombres de todas las clases sociales, unidos por relaciones tradicionales de clientelismo, en disputa por el control del gobierno con prácticamente todos los medios a su alcance. Una vez que el control se logró, fue defendido con exclusivismo religioso. (Bergquist, 1978, p. 3).
B. EL FACCIONALISMO Y LOS ORÍGENES DE LA VIOLENCIA POLÍTICA
Ante la existencia de intereses de clase contrapuestos, tales intereses se articulaban para su satisfacción a través de los partidos políticos y sus facciones. Es así cómo, a mediados del siglo XIX, los comerciantes dedicados al negocio de exportación e importación encontraron en la ideología de libre comercio la expresión de sus intereses materiales y por ello se organizaron alrededor de los Gólgotas o el ala radical del partido liberal. Su interés en la adopción de bajos aranceles los diferenciaba de los propietarios de las tierras altas.
La élite terrateniente, propietarios de las haciendas del altiplano que no producían para el mercado externo, representaban a una clase no innovadora, satisfecha con el statu quo y que se opuso vigorosamente a cualquier cambio, organizada en torno a la bandera de los conservadores. Con respecto a la política comercial, no tenían una posición clara.
Los clérigos de la Iglesia Católica Romana, en sí misma una de los mayores propietarias de tierras, fueron los aliados más cercanos de la élite terrateniente y, hasta el presente, han de considerarse principalmente como un apoyo fundamental para el Partido Conservador.
Los políticos, en gran parte procedentes de las profesiones liberales, especialmente abogados y gramáticos, constituían una clase aparte entre la élite. Su posición no era doctrinaria, sino que reflejaba el cálculo sobre las posibilidades de progreso personal. Ellos manipularon el aparato del Estado para sus propios fines. En América Latina, el acceso al poder político y la influencia sobre las políticas del Estado, lo que en el lenguaje político contemporáneo se denomina “captura de rentas”, ha sido una de las principales herramientas en el proceso de adquirir, ampliar o mantener la riqueza económica.
Las clases subordinadas constituían la mayoría de la población. En las ciudades, los artesanos fueron numéricamente importantes y políticamente activos. Organizados en torno a los draconianos, o el ala democrática del Partido Liberal, se oponían vigorosamente a la reforma arancelaria que amenazaba su participación en el mercado local. En 1854, a través del golpe militar del general Melo, trataron de asegurar sus intereses. Después de haber sido militarmente derrotados por una alianza de la élite, los artesanos no fueron capaces de desarrollar la fuerza de la organización y permanecieron ausentes del escenario político nacional hasta las movilizaciones que tuvieron lugar al final del gobierno de Suárez, en los años veinte del siglo pasado.
La pequeña burocracia fue el único grupo con un interés directo en el establecimiento de un sistema político centralizado que podría proporcionarles empleo e influencia. Pero, a mediados del siglo XIX, eran extremadamente débiles y demasiado dependientes de las redes de patronazgo para poder desarrollar una política propia. No fue sino hasta 1886, cuando la ola se volvió hacia el centralismo, que fueron capaces de jugar el papel estabilizador que corresponde a sus intereses y forma de pensar. Ellos estaban a favor de los aranceles más elevados, la principal fuente de ingresos para el gobierno central.
El mayor grupo de población fue el campesinado rural, diferenciado de los indios no solo por motivos étnicos, sino en el hecho de que habían desarrollado un fuerte vínculo con el mercado interno de alimentos y fibras. Desde la década de 1770 habían ido perdiendo su dominio sobre la tierra, y se convirtieron en campesinos sin tierra. En algunos casos, habían mantenido su calidad de propietarios de pequeñas parcelas que el sistema de herencia fue fragmentando progresivamente.
El clientelismo, el “capitalismo de Estado”, el faccionalismo, el fundamentalismo ideológico y el recurso permanente del fraude y la violencia para conseguir y mantener el control del aparato del Estado contribuyen a explicar la larga historia de guerras civiles que sitiaron a Colombia durante el siglo XIX. Para ilustrar el punto baste señalar que durante ese período hubo ocho guerras civiles generales y catorce locales y regionales.
A partir de 1886, el sistema político parece estabilizarse en torno de un modelo centralizado de Estado, marcadamente autoritario, restrictivo en materia de libertades civiles, conservador en lo social, lo cultural y lo religioso. Estamos hablando, claro está, del proceso de “regeneración” liderado por Nuñez, figura originada en el Partido Liberal pero que puso en práctica, con singular pragmatismo, el programa político más marcadamente conservador1.
Esta etapa de nuestra historia política, como otras más recientes, no puede entenderse cabalmente sin tomar en cuenta que el faccionalismo constituye el otro elemento característico del funcionamiento de los partidos tradicionales, y de cierta forma, del sistema político como un todo. Este faccionalismo se expresa en el hecho que en todo momento han existido grupos equivalentes al interior de los partidos Liberal y Conservador que tienen mayores afinidades entre sí que con las otras facciones de sus propios partidos. Existen facciones progresistas y fundamentalistas al interior de cada uno de los partidos históricos, capaces de entrar en alianza con su contraparte en cada uno de ellos en oposición a los otros grupos dentro de su propia colectividad. Si la consecuencia positiva de este faccionalismo es la capacidad de forjar alianzas bipartidistas del tipo “Unidad Nacional”, el aspecto negativo lo constituye el hecho que estas alianzas han dado lugar a un sistema político osificado, impermeable a la expresión de intereses como los que surgieron con el proceso de modernización que tuvo lugar a principios del siglo XX. Esta incapacidad para incorporar de manera efectiva los intereses de las clases subalternas se ve reforzada por el hecho que el temor de exacerbar la conciencia y la lucha de clases ha llevado a los partidos tradicionales a mantener una inalterable conformación policlasista.
Como resultado de este complejo proceso de formación del Estado-Nación, profundamente marcado por las dos colectividades políticas históricas, Colombia entró en el siglo XX en medio de una devastadora guerra civil que enfrentó al ala nacionalista del Partido Conservador con los sectores más radicales del Partido Liberal. Estalló en octubre de 1899 y duró hasta noviembre de 1902: mil días de guerra civil que marcaron el final de una era y el comienzo de una nueva, que a la postre terminaría también asediada por el conflicto y la violencia. Por su extensión, tanto geográfica como cronológica, y por los profundos cambios que produjo en todos los órdenes, un breve análisis sobre esta conflagración resulta conveniente para efectos de ilustrar el argumento que estamos desarrollando.
C. LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS Y EL SURGIMIENTO DE UN NUEVO SISTEMA POLÍTICO
Ad portas del siglo XX, la guerra de los Mil Días (1899-1902) fue, en algo más que un sentido cronológico, la última guerra del siglo XIX. Cuando el país inició su larga recuperación de toda la destrucción y derramamiento de sangre provocadas por una confrontación prolongada y cruel, muchas cosas habían cambiado: lo primero y más importante, en medio del prevaleciente estado de anarquía y estancamiento, y con la intervención abierta del gobierno de EE. UU. que había desarrollado intereses sustanciales en el funcionamiento del canal interoceánico, Panamá se separó de Colombia.
Tal hecho marcó un hito en la creación de un consenso entre las élites políticas para promover el desarrollo económico. Este consenso estuvo bien expresado en la frase “Poner la Patria por encima de las partes” con que el general Benjamín Herrera, uno de los dos líderes de los ejércitos liberales, firmó en noviembre de 1902 –a bordo del acorazado Wisconsin EE. UU.– el armisticio que puso fin a la guerra.
Pero este consenso entre las élites tenía otros fundamentos, aparte de los sentimientos nacionalistas y los retos que planteaba la necesidad de promover el desarrollo. A pesar de los altibajos, tan característicos de un mercado no regulado de un producto primario con baja elasticidad-ingreso como el café, a finales del siglo XIX las exportaciones en Colombia habían llegado a 531.437 sacos de 60 kilos cada uno, el triple de la cifra 10 años antes. En este momento y con los precios internacionales, una vez más con tendencia al alza, el café representó alrededor del 70 por ciento del valor de las exportaciones totales del país (Bergquist, 1978, p. 23).
En este orden de ideas, la producción de café, y todas las actividades financieras, comerciales e industriales que aquella estimuló, ayudaron a crear nueva riqueza y nuevas fuentes de poder político que resultaron seriamente dañadas como consecuencia del extremismo político y el aventurerismo revolucionario. Lo que estaba en juego era demasiado importante para arriesgarlo todo en aras del fundamentalismo político.
Paradójicamente, los hombres en la cumbre de esta pirámide social habían sido los líderes políticos y militares de los partidos enfrentados en el campo de batalla. El comandante liberal Rafael Uribe Uribe, por ejemplo, había nacido en una respetable familia rural en el sur de Antioquia. Lucas Caballero, por su parte, era un joven de Santander que se unió a la revolución y desempeñó un papel fundamental en la guerra como jefe de personal de Benjamín Herrera, el más exitoso de los generales liberales.
Por el lado de las fuerzas gubernamentales, no menos ricos y respetables señores actuaron como oficiales voluntarios, a menudo trayendo con ellos sus clientes y trabajadores dependientes –peones y aparceros– como soldados rasos. Aunque apoyaban a regañadientes al gobierno nacionalista en la guerra, estos Caballeros de Empresa también trataron de forjar un acuerdo de paz con los Liberales con el fin de evitar los riesgos de perder el control sobre los grupos beligerantes.
Las tácticas guerrilleras utilizadas tanto por el Partido Liberal en la insurrección como por los Conservadores en el poder empeoraron los efectos de la depresión del café, ya que interrumpieron la producción y el comercio. Paradójicamente, cuanto más fuertes y más independientes se hacían los dirigentes tradicionales de las guerrillas liberales, más ayudaban a fortalecer la posición de los líderes conservadores más intransigentes y belicosos. A la vista de las élites de ambos partidos, el fundamento mismo de la sociedad comenzaba a desmoronarse como consecuencia de la guerra.
Cuando terminó la guerra, el gobierno se vio atrapado en medio de graves dificultades monetarias y fiscales, derivados de una economía destruida por tres años de violencia y destrucción. Poco a poco, el gobierno fue pasando de políticas recalcitrantes a otras más moderadas, tanto en materia económica como política. Los poderes ejecutivos ampliados que emanaban de la declaración de “Estado de sitio” se redujeron, la censura de prensa se levantó, y los conservadores extremistas abandonaron el gabinete y fueron sustituidos por figuras más moderadas y comprometidas.
Las elecciones presidenciales de 1904, de crucial importancia, fueron ganadas por el general Rafael Reyes, el candidato público de los conservadores moderados y el candidato secreto de los liberales. Ganó en una plataforma que prometía un gobierno bipartidista de “Concordia Nacional”, a la par que una fuerte centralización de la autoridad en Bogotá.
El gobierno de Reyes (1904-1910) aplicó una política de reconciliación política y de reforma, a pesar de que utilizó cada vez más medios autoritarios para lograr sus objetivos. Comenzó nombrando a los liberales Lucas Caballero y Enrique Cortés, ambos identificados con los intereses de exportación e importación, como ministros en su gabinete y más tarde en importantes cargos diplomáticos. Pero cuando tuvo que enfrentar la oposición de su propio Partido Conservador, cerró el Congreso en diciembre de 1904 y lo sustituyó por una Asamblea Nacional elegida por el ejecutivo. Con el apoyo de la facción liberal de Uribe Uribe, y la creciente oposición de los seguidores del liberal Benjamín Herrera y una mayoría de conservadores descontentos, Reyes introdujo importantes medidas políticas para frenar el poder de los caudillos regionales que aún controlaban la vida política en sus dominios “al decidir quién podría ocupar un cargo político, qué municipios y particulares podrían recibir fondos públicos, e incluso la forma en que la legislación nacional debía ser obedecida. [...] El arma de Reyes en contra de [los caudillos] fue la reducción de su poder a través de la subdivisión de los departamentos” (Henderson, 1985, p. 52).
Concluida la “dictadura” de Reyes, una nueva reforma constitucional (1910) se introdujo con el fin de consolidar lo que se asumió, erróneamente, como el profundo republicanismo de ambos partidos tradicionales. Se introdujeron la elección directa y popular del presidente, de las asambleas departamentales y de los concejos municipales. Un sistema de representación proporcional sustituyó al anterior del “ganador se lleva todo” en el que, con la ayuda de la maquinaria y la fuerza, el Partido Conservador había controlado el poder político durante un cuarto de siglo.
Pero toda la buena voluntad demostrada por Restrepo, sucesor de Reyes, se derrumbó bajo el peso de la historia reciente de la intolerancia, el fanatismo y la violencia abierta entre los partidos. Las sospechas de que una parte quisiera aprovecharse de la otra pronto surgió, y los liberales más prominentes retiraron su apoyo al gobierno.
Ante este panorama tan complejo, para las élites de los dos partidos tradicionales y sus facciones resultaba inconcebible perder el control del poder estatal tan sólo por un cambio en el voto de las mayorías. Los riesgos eran demasiado altos y una combinación de medios –legales e ilegales, pacíficos y violentos– se consideraba justificada por la importancia de los temas en disputa.
Pero el hecho de que el gobierno de Restrepo no pudo deshacerse de las viejas prácticas de clientelismo político, el partidismo y el fraude electoral no nos debe impedir reconocer con claridad que ayudó a crear un nuevo orden político en Colombia. El sistema político inestable del siglo XIX, caracterizado por la confrontación ideológica fundamentalista, los gobiernos de exclusión, las guerras civiles y partidistas y efímeras reformas constitucionales, dio paso a un sistema político más estable. Como señala Bergquist (1978, p. 247) “La política colombiana durante (la segunda década del siglo XX), durante los años 20s e incluso durante los 30s y los 40s, aunque no enteramente alejada de los conflictos partidistas, polémicas partisanas y un significativo nivel de violencia rural y urbana, fue sin embargo cualitativamente distinta del caos político que prevaleció durante el siglo anterior”.
En cuanto al modelo de adscripción partidista predominante, podemos señalar que este no tuvo transformaciones importantes en cuanto a su naturaleza, pero sí en cuanto a sus formas. Con la velocidad de la industrialización y la urbanización, y el concomitante fortalecimiento y centralización del Estado que tuvo lugar en Colombia desde la segunda década del siglo XX, el patronazgo político por parte de los hacendados con respecto a sus aparceros, arrendatarios, y peones iba a ser parcial y progresivamente sustituido por el clientelismo. Un sistema de prebendas; corrupción oficial generalizada, y la incorporación a la burocracia (desde la parte inferior hasta los rangos más altos, incluidos los de la policía y el ejército, de personal acérrimamente afiliado a cualquiera de los dos partidos tradicionales) se convirtieron en rasgos distintivos de la organización del Estado a medida que avanzaba el siglo XX.
Este estado de relativa tranquilidad política habría de subsistir hasta el momento en que las precisiones derivadas de la necesidad de incorporación de las clases subalternas, en especial del proletariado rural y urbano que crecía a la par de los procesos de industrialización y de inserción creciente de la economía nacional dentro del sistema capitalista mundial, ahora bajo la égida de los Estados Unidos, desembocaron en esa larga guerra civil que eufemísticamente denominamos “La Violencia”. Pero este proceso escapa por completo al marco cronológico y analítico que orienta al presente trabajo.
A MANERA DE CONCLUSIÓN
Mediante este recorrido parcial de la historia republicana de Colombia se evidencia en primer lugar cómo nuestro sistema político, válidamente caracterizado como elitista, marcadamente bipartidista y divisivo, surgió como expresión y salvaguarda de un sistema social caracterizado por la existencia de múltiples y acumulativas divisiones sociales, y en el que las fuentes del poder tanto económico y social como político se concentraron en manos de una pequeña minoría diferenciada de la masa popular sobre la base de su identidad étnica, cultural e incluso de práctica religiosa.
En segundo lugar, analizamos los fundamentos estructurales y la evolución histórica del proceso de profunda identificación partidista por parte de las clases subalternas, tanto rurales como urbanas, en relación con los tradicionales partidos Liberal y Conservador. En la medida en que este proceso de adscripción partidista se basaba en la existencia de una distribución desigual de los recursos, especialmente la tierra, en lo que por entonces era fundamentalmente una sociedad rural, este bipartidismo no constituye sino otra expresión de esta marcada desigualdad del sistema económico, social y político descrito anteriormente.
Estas situaciones que han marcado el comportamiento sui géneris de los partidos políticos tradicionales mantienen aún su influencia en el panorama político actual, aunque con nuevas formas resultado del proceso de transformación que ha sufrido el país a lo largo de muchas décadas.
En este orden de ideas es indiscutible que los partidos políticos, como organizaciones de poder, se constituyen en actores institucionalizados relevantes para garantizar la estabilidad democrática en los sistemas políticos.
No obstante ello, factores como la ausencia de bases ideológicas y programáticas definidas que los identifiquen y diferencien, han llevado en determinados períodos de la historia política a verdaderas crisis de representación que en ocasiones se han expresado como rupturas del orden constitucional. De otra parte, la existencia de facciones al interior de cada uno de los partidos históricos, con más afinidades con facciones equivalentes del otro partido que con los demás sectores de su propia colectividad, han dado lugar a un modelo “consocional” de dominio político del tipo “Frente” o “Unidad Nacional”, lo que a su vez ha impedido la expresión adecuada de sectores de la sociedad que no encuentran en dichos partidos un vehículo adecuado para la expresión de sus intereses.
De otro lado, el uso exacerbado de prácticas informales, como las relaciones clientelares en las que se intercambian recursos de poder por apoyos electorales y de otro orden, han conducido a un marcado descrédito y desconfianza de parte del electorado. Esta falta de legitimidad de actores de los actores políticos institucionales ha imposibilitado que los partidos políticos, incluyendo a los nuevos que han surgido, validen su actuación como intermediadores entre las dos esferas de la política, sociedad civil y Estado, y ha contribuido sensiblemente al resquebrajamiento de nuestra democracia.
En lo que constituye un verdadero “círculo vicioso” del sistema político colombiano, la incapacidad de movilizar el electorado alrededor de propuestas programáticas claramente diferenciadas que despierten credibilidad y entusiasmo, el clientelismo se ha convertido en la única forma que tienen los partidos políticos tradicionales para lograr una participación que sigue siendo preocupantemente baja y que no brinda al sistema político el nivel de legitimidad que este requiere para abordar la solución de los profundos conflictos que aquejan a la sociedad. La pregunta que surge, de gran urgencia académica y política, es, entonces: ¿hasta cuándo?
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1 Aún es muy pronto para hacer una evaluación juiciosa del legado político de Álvaro Uribe Vélez. Al abordar la tarea, seguramente se harán más visibles ciertas similitudes de su gobierno con la etapa de nuestra historia aquí referida. Uribe también se formó en el liberalismo, pero puso en práctica un programa que contó con el apoyo permanente del Partido Conservador y que refleja bien su doctrina.